Sombras en el convento


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Hermana Clodagh (Deborah Kerr)

Es posible que el miedo sea la sombra que proyectan nuestros cuerpos debido a la luz, una sombra ante la que el esfuerzo humano es inane por descubrir su rostro en ella. Si de sombras se trata, también es posible que “el maligno” sea ese espacio donde reside, proyectado aparentemente sin vida, lo que no entendemos que habita junto a nosotros, y, copiándonos en la inconsciencia, puede fagocitar nuestra figura, ya que desea ser reconocido si no se asume su destreza.

Existe una especie de subgénero dentro del cine, donde las monjas y los conventos son los protagonistas. Un campo en el que se pueden observar metáforas de lo irreconocible o de lo oculto. Narciso Negro (Black Narcissus, 1947) de Michael Powell y Emeric Pressburger, Madre Juana de los Ángeles (Matka Joanna od Aniolów, 1961) de Jerzy Kawalerowicz, son películas que muestran esa definición de lo sombrío justo al lado –o en el revés– de su opuesto, lo claro. Las dos tienen sutiles diferencias al desplegar sus sombras.

El demonio y su infierno es todo ímpetu de vivir condenado a no vivir. Esta pasión por vivir es lo que crea la realidad en clave de sentimientos, deseos, anhelos íntimos y sueños. Por esto, la Hermana Ruth y Madre Juana, las dos protagonistas de estas películas, parecerán seres que no han podido o no han sabido realizar sus inquietudes más personales. Aparecerán como seres de la sombra, una mezcla iconográfica entre la psicopatología y el vampirismo.

La sensación que da la Hermana Ruth en Narciso Negro, es que se apropia de su deseo, deja salir la inquietud sexual y psicológica, y se convierte en su propia sombra, literalmente en el reverso de una Hermana. Se transforma en una endemoniada, con aires de enajenación sensorial y mental. Las monjas en misión a lugares remotos –desde Calcuta al Himalaya– donde la naturaleza exige un acorde simultáneo con las necesidades de los sentidos, de lo ineludible y lo determinado –lo cultural, lo étnico, lo sobrenatural, el influjo del lugar, anteriormente un harén–, sufren la presión de la realidad en la que por oposición siempre se enfrentan dos antagonistas, que son, en este caso, la Hermana Clodagh (Deborah Kerr), quien ha metamorfoseado su tránsito por lo “daimónico” –el entusiasmo pasional– bajo los hábitos de la noble caridad, y la Hermana Ruth (Kathleen Byron), que ha aceptado descender a los infiernos y recrearse en la experiencia del desorden sentimental. Pero la obra de arte cinematográfica posee como recurso traspasar el tiempo, obteniendo como triunfo seguir dando a conocer el paradigma polarizado del ser humano. Se consigue con una producción visual inquietante y sensual. La luz y su color –la memorable fotografía de Jack Cardiff– en secuencias que desatan lo formidable que estaba oculto, y las escenografías de estudio que aportan seducción y extrañeza. Con ello se logra que la imaginación se haga imagen de lo maligno y de lo compasivo.

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Hermana Ruth (Kathleen Byron)

Madre Juana de los ángeles también tiene gran relevancia dentro de la cinefilia. El tema es el mismo que en Narciso Negro: el afloramiento de lo no experimentado convertido en represión sexual, o lo que es lo mismo, el temor por no poder asumir la sombra, o no poder reconocer/satisfacer el deseo, oprimido éste y convertido en beatitud, su opuesto, su sombra. Aquí “el maligno” cohabita ya con la Madre Juana (Lucyna Winnicka). No parece inducirse por el contexto de la naturaleza sensual y necesaria, sino por la vida monacal que transmite de un modo traslativo la propensión de la huida de lo no resuelto, conformando religiosidades deficientes o espiritualidades que habitan con la psicología invertida.

Lo desconocido, aparece aquí de un modo fantástico, con tensión psicológica y sobrenatural, fotografiado con un blanco y negro austero, dreyeriano. El demonio usurpa las voluntades y crea atuendos de religiosidad, máscaras de bondad, pero sus mismas pulsiones subterráneas, con su ambiguo juego subconsciente, también desencajan las caretas y hacen asomar la histeria inducida por los instintos inhibidos. El padre Jozef Suryn (Mieczyslaw Voit) que acude a la exorcización de las supuestas posesiones extraordinarias del convento, lleva las mismas inquietudes a cuestas: la atracción del deseo y el deber espiritual. Cuando este consulta al rabino por la identidad de los demonios, surgen las mejores respuestas a la teoría del abandono del ego al agravio y la insatisfacción, aquello que se convierte en ocultación. Dirá el rabino (que es el mismo actor que interpreta al sacerdote pero en su propio reflejo de dudas): “Puede que no sean demonios, puede que sea la ausencia de los ángeles. El ángel abandonó a la madre Juana y ella se quedó sola. (Recuérdese, se llama Juana de los Ángeles). ¿Quizás es la propia naturaleza del Hombre? El amor es la razón de todo lo que sucede en el mundo. El amor es tan fuerte como la muerte” (El amor todo lo atrae, refiriéndose al amor por el demonio, que de ese modo puede entrar en el alma de las personas). En la secuencia siguiente el cura –enamorado– le susurrará a Madre Juana: “Toda la salvación está en el amor, y el amor es la muerte”. Para la sabiduría espiritual, amar será morir, pues desaparecerá el condicionamiento egoico de la psique, y con ello surgirá una especie de nirvana cosmológico y antropológico, o una especie de supresión de la cadena de los fenómenos (samsara) a favor de la admisión del Universo –también el humano– tal y como es, que remite a la conciencia esencial.

Los antagonistas que están en las sombras que proyecta el ser humano, contribuyen a su destino, a su propósito. Bajo un entendimiento esotérico, la luz coexiste con la materia. Las sombras son el resultado postergado de la fusión de ambas realidades físicas. Si son parte de la naturaleza ¿por qué rechazar o adoptar una u otra tantísimo? Aunque se insista en lo demoníaco como mitología del mal, la cultura del miedo es la que agiganta la sombra.

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Madre Juana (Lucyna Winnicka)

 Eduardo Beltrán Jordá

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